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lunes, 15 de febrero de 2010

Mi devoción en El Rocío


Llegué a Sevilla el 20 de diciembre, 
antes de fin de año empezaron las lluvias, 
llovía noche y día, toda salida, 
necesariamente estaba "pasada por agua". 
Alguien decía que fue mi llegada
 la que desató el vendaval
 (lo decían para cachondearme).
Llevaba la  promesa de ir
 hasta el santuario de la Virgen del Rocío,
 la virgencita como me gusta llamarle,
 pero las lluvias intensas impedían el viaje.
Pasaban los días y se acercaba el regreso,
 como dice una frase "todos los plazos se cumplen" 
y mucho más aquellos cuya llegada no deseamos.
Esporádicas veces salía el sol, era increíble ver 
como el azul del cielo andaluz tan semejante al de mi Quisqueya,
había escapado dejando en su lugar un gris que no daba tregua al sol.
El domingo 24 de enero, nuestra ventana de repente se iluminó
 ¡Al finnnnn! No podemos decir que era un sol radiante,
 pero era sol y eso era lo que necesitábamos.
Fuera sábanas y colchas, vamos al Rocío!!
Tenía conmigo al mejor piloto, 
que me apuraba tirando a tierra las diez mantas 
con que me cubría del gélido infernal 
que azotaba la ciudad en esos días.
Copiloto de a bordo, enfilamos hacia El Rocío,
 mientras otra Rocío amenizaba el viajecito.
A que horas llegamos?
 No lo se, el día era todo nuestro y sobraba el reloj, 
Jose y yo tomados de la mano entre la arena empapada, 
caminamos hasta la capilla
 de la cual salía en ese momento una procesión, 
había mucha gente,
 pero la iglesia quedó casi vacía 
y aprovechamos para tener una serena plática con la virgencita.
Di gracias, pedí indulgencia,
 rogué por circunstancias que deseo hacer realidad, 
hice la promesa de volver a dar gracias por esos favores, 
pues no me cabe dudas de que me serán concedidos.
La tarde avanzaba y nos lanzamos a explorar marismas y lugares cercanos.
Hacía muuuucho frío, 
un tímido sol seguía prodigándonos un calorcillo tenue
 y nos detuvimos en un restaurante del lugar donde mi compañero 
sevillano de pura cepa y conocedor de su gastronomía, 
sugirió que para entrar en calor pidiésemos una caldereta de ciervo, 
¿Ciervo, y eso se come???
la verdad que acepté no sin cierto temor, nunca había comido ciervo, 
y oh sorpresa, me gustó!!!! Estaba rico y calienteeeee, 
solo que en medio del festín
evoqué la mirada tierna y tristona de los ciervos y me sentí culpable.
Matalascaña y Huelva continuaron en nuestro itinerario, 
era ya noche cerrada cuando regresamos a Sevilla.
¡Un día maravilloso!
  


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