Que sencillo era todo, las flores que me trajo las
puse en un jarrón transparente que reflejaba su color lila, eran unos lirios
preciosos atados con una cinta del mismo color.
Sonreí para mi imaginando las palabras de una de mis
hijas cuando dice que “las flores moradas, son para los muertos”.
Cada vez que veo lirios, evoco un jardín rodeando la
casa y junto a la ventana que daba a la vieja cocina, una hilera de lirios
blancos perfumaban la noche, en abierta competencia con el jazmín que de tanto
crecer, había formado una especie de gruta, eran blancos, pequeños y su olor
era tan maravilloso que llenaba el ambiente saliendo hasta la calle.
Sacudí la cabeza para no evadirme del contexto, lo
menos que pensé al escuchar el timbre es que se trataba de él, levanté la
cabeza mientras caminaba hacia la puerta y al verle tras él cristal, un
estremecimiento me recorrió, disimulé cuanto pude y di paso a mi visitante.
Tenía una casa pequeña, nada que ver con aquella
laberíntica edificación en forma de pagoda que habitaba en un tiempo.
Del salón era fácil pasar a la cocina donde en una
pequeña mesa comía casi siempre sola, mirando eso sí, a través del gran
ventanal el parque que circundaba toda el área de un verdor impresionante y
había siempre una corriente de viento que hacía que las ramas de los árboles
golpearan techos y paredes de la hilera de casitas.
El sonido del viento no es que no me guste, sino que
me asusta y empiezo a pensar en las tormentas tropicales que tanto estupor me
hacían sentir.
Hacía frío y tenía hambre, me dispuse a preparar
algo y adivinen que estaba haciendo para el almuerzo: sopa!!! Mandé pasar al sorpresivo
visitante y ambos nos detuvimos junto a la estufa, extendí las manos abiertas y
las acerqué al fuego, era tan cálido ese calorcillo y tan hermoso el chisporroteo
de la llama!
Nos sentamos frente a frente con un plato de sopa, así
sencillamente, sin vino ni copas, un vaso de agua y una servilleta, ahh,
tampoco había pan, había olvidado comprarlo, yo con mis eternos despistes y el
postre también brillaba por su ausencia.
Eso fue todo, no pasó nada más, simplemente unas
miraditas al descuido, cada uno hurgaba en la hondura de la mirada del otro,
tomamos la sopa, nos sentamos en el saloncito y tomamos café.
Mi mente quedó en blanco y me quedé en uno de esos
momentos tan míos, miraba sin ver, escuchaba sin oír, hasta que le vi de pie
despidiéndose, imagino que decepcionado por esa escapatoria de mi ser.
Que raros somos, pensé, como es posible que después
de que alguien ha sido tan importante en nuestra vida, llegue a ser tan
indiferente, hasta el extremo de que su presencia pase casi inadvertida.
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